Obra literaria


Ecos de calabazas

 

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(PRIMERAS DOS PÁGINAS)

 

 

« Ceux qui sont morts ne sont jamais partis:

Ils sont dans l’Ombre qui s’éclaire

Et dans l’ombre qui s’épaissit.

Les Morts ne sont pas sous la Terre :

Ils sont dans l’Arbre qui frémit,

Ils sont dans le Bois qui gémit,

Ils sont dans l’Eau qui coule,

Ils sont dans l’Eau qui dort,

Ils sont dans la Case, ils sont dans la Foule :

Les Morts ne sont pas morts » (*) 

(*) Birago Diop, « Souffles », en Anthologie africaine et malgache, Paris, Seghers, 1962.

 

 

 

Madrid, 25 de Abril de 2009

 

Querido Rafa,

Al poco tiempo de conocerte en Guinea, hace ya 28 años, prometí escribir en tu nombre un libro sobre aquel país. Has tenido que morirte para que me anime a cumplir mi promesa. Ahora ya no tiene sentido pedirte disculpas por no haberlo hecho a tiempo. Las personas somos así: nunca realizamos las cosas cuando nos las piden, sino cuando algo en nuestro interior nos empuja de verdad a llevarlas a cabo, a veces sin que podamos ser capaces de explicar por qué.

Hoy te he despedido, a través del cristal de la sala 36 del Tanatorio Sur. La piel de tu cara, que siempre recordaré bronceada, correosa y llena de grandes poros sudorosos, parecía una translúcida máscara de escayola; tus regordetas manos descansaban como dos cajas de delgados y gastados lápices grises, abandonados e inertes sobre la blancura de la mortaja.

La última vez que te vi con vida, cuando nos encontramos con tu hija Raquel y tus amigos de Guinea, Mari Luz, Tancho y Arantxa, brillaba en tu ánimo un mágico reflejo de la apariencia que el Rafa dicharachero y sociable que entonces conocimos exhibía en las tertulias nocturnas de nuestra casa de Bata, aunque el obrero a destajo de tu enfermedad había concluido ya la mayor parte de su faena letal. La pincelada azul de tus ojos, enmarcados por bolsones de piel amoratada, era igual de traviesa y atenta que cuando me contabas las historias sin fin de tu juventud en Guinea, y a veces hasta se quería desmayar con la misma caída, dulce y embobada con la que, en otro tiempo, envolvías mi cuerpo a tu lado mientras bailábamos en el Miramar o nos dejábamos acariciar por el mar y el sol de las playas de Corisco.

Después de dejar Guinea, y según pasaron los años y yo iba cambiando de casa, de ciudad, de país y de gentes, los objetos materiales que me llevé como recuerdo del país donde un día naciste, se fueron deteriorando, fragmentando e incluso desapareciendo, y también los recuerdos en mi cabeza se fueron empastando y fundiendo, como los óleos de las buenas y antiguas pinturas. Durante mi último traslado a Madrid se rompieron definitivamente las tres calabazas del mvet(*) que, casi milagrosamente, se había conservado íntegro desde entonces. Las dos pequeñas aparecieron medio deshechas en la caja donde viajaban; la grande central tenía dos amplias fisuras a lo largo y los bordes astillados y frágiles. 

Si hubiese sido supersticiosa, quizá lo hubiera interpretado como una mala señal, como un augurio que me impediría para siempre poder contar tu historia y la mía.

Pero también mi imagen en el espejo se había ido cargando de otras marcas sutiles y sin embargo persistentes, desluciendo ese rotundo aura juvenil que todavía adivino cuando vuelvo a mirar mis fotos de entonces; así que, la mejor interpretación que pude dar a ese fetiche destartalado es que el estado de los objetos que nos rodean no hace más que reflejar, en su azogue particular, las marcas que el tiempo deja en el corazón y en la piel de sus dueños.

Cuando rescaté el mvet de entre las cajas de la mudanza, pensé inevitablemente en ti. Estabas en Madrid y habían pasado 23 años. ¿De verdad iba yo a satisfacer alguna vez mi promesa?

Guardaba las notas que escribí entonces, lo que tú me dictabas y los apuntes de los libros que consulté, pero no había vuelto a leer aquellos papeles desde entonces ni había escrito una sola palabra de ese prometido libro.

Sin embargo, la mudanza y las calabazas rotas me habían sugerido ya este título, por demás simbólico: Ecos de calabazas.

Sí, muchas cosas se habían roto o cambiado en nuestras vidas. Algunas de ellas hicieron muy bien en romperse, porque estaban huecas y sin contenido, como las calabazas.

 

Sin embargo, para otras, cuánto me hubiera gustado que su sonido se hubiera conservado íntegro en mi memoria. Sé que es imposible rescatar otra vez, entre las ruinas de recónditos recuerdos y a partir de un mvet casi destrozado, la música auténtica, pura, desgarrada, viva y llena de ritmo, que pudiese sintonizar fielmente con la narración de mi historia.

Mi evocación será, sin duda, un vacilante eco, desvaído, entrecortado y pálido, de vibrantes momentos en los que la mayor parte de sus delicados matices ya han escapado completamente del lazo distraído de mi memoria. Sin embargo, también es bueno que haya pasado el tiempo, y se haya llevado con él la ceniza de todo lo anodino y sin valor que se ha quemado sin dejar apenas rastro, respetando tan sólo lo que de verdad importa: el sentido de lo que hicimos, la trayectoria, su principio, su final y la resolución de su ecuación, porque lo que al final perdura en nuestra memoria es un esquema, la representación geométrica del vector de nuestra voluntad, su punto de partida, sus coordenadas, su dirección y el resultado a donde nos ha llevado, cabalgando por el tiempo y el espacio.

Mi mudanza y mi trabajo me absorbieron y nunca tenía tiempo de ir a verte o invitarte a que vinieras a mi casa. Todo lo que diga será una excusa. La verdad es que, a lo largo de mi vida, no he tenido buenas experiencias cuando he tratado de resucitar recuerdos que tornan enfundados en una nueva realidad. Y preferí conservar siempre al Rafa de Guinea, en vez de resignarme al actual Rafa cargado de años y de enfermedades que vivía en Madrid.

Sólo acepté verte el día que vino también Mª Luz, aunque, después de pasar 4 ó 5 horas hablando de aquellos meses, fue un poco agridulce confirmar que, efectivamente, los tres estábamos mucho más viejos, y que ya nada era igual ni compartíamos la misma realidad, aunque nos despidiéramos con promesas piadosas de encontrarnos más a menudo.

Después, hace poco, un día me sorprendió una llamada telefónica de Tancho desde Mallorca, donde él y Arantxa vivían ahora; tenías cáncer, te iban a operar. Fui a verte al día siguiente por la mañana, antes de ir a trabajar. Leí tu informe clínico; hablé con Tancho otra vez y le dije que pensaba que era mejor que no te operases y que vivieses tranquilo el poco tiempo que te quedaba a juzgar por el informe. Él también estaba de acuerdo y, por consejo de todos y siguiendo tu propia intuición, al final te volviste atrás y decidiste no pasar por el quirófano. A partir de entonces, todo fue relativamente rápido, pero fue increíble lo poco que sufriste. Pasaste mucho tiempo en tu propia casa, rodeado de tus hijos, con poco dolor y molestias para el estado avanzado de tu enfermedad.

Tras el cristal de la sala del Tanatorio recordé los meses que viví a tu lado en Guinea. Tenía 24 años cuando te conocí y tú casi me doblabas la edad. Yo estaba siendo sacudida por experiencias traumáticas y desagradables y mordida por el cansancio y la desilusión. Acababa de perder a una persona muy querida y, de forma absurda, estaba en peligro de ser llevada a la cárcel por subversiva, en un país en el que los derechos humanos eran poco más que dos palabras escritas en papeles sin valor, y con un significado más que dudoso.

A tus 46 años, ya habías vivido la amarga experiencia de la expulsión y estabas viviendo la del regreso imposible. Por eso te obsesionaba la idea de contar tu historia, la historia de tu país, Guinea, donde viviste una juventud plena e irrepetible que un día terminó bruscamente y cambió tu escenario y tus perspectivas. Vivías en el recuerdo de ti mismo, desilusionado porque ya nada podía ser igual, y animado solamente por el proyecto de rememorarlo, de infundir vida a una foto que sólo mantenía sus colores brillantes en tu memoria alucinada.

Yo fui para ti un sucedáneo de tu propia juventud revivida y tú me ofreciste esa adoración en el momento oportuno en que necesitaba sentirme tan importante para alguien como un dios: a la vez necesario pero igualmente inaprensible.

Nuestras vidas coincidieron muy brevemente. Éramos dos trayectorias viajando a velocidades y en direcciones incompatibles. Sin embargo, las personas leales y honestas siempre me han tocado el corazón de una forma mágica.

Por eso finalmente, Rafa, aquí estoy, con tu libro fluyendo de mis manos. Todo se va encajando como un rompecabezas. Seguramente que no es la historia que tú querías contar. Y tendrás razón. Es la mía, la historia de apenas unos meses de mi vida, en los que crecí, sufrí, reí, amé y viví, un poco a tu lado, y otro poco al lado de muchas otras personas que entonces ocupaban junto contigo una escena importante e imborrable.

Aquí la tienes. Te la dedico porque te la debo y sin tu muerte no se habría puesto en marcha dentro de mi cabeza la orden interna de escribirla. Los ecos de ese mvet que narra ahora nuestra corta pero intensa historia quizá puedan así acompañarte en el largo viaje que has emprendido.

 

Un beso muy fuerte,

Ana



 



 
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